El ratón Mickey nunca ha sido santo de mi devoción. Pero acabo de leer esta noticia en la prensa y la verdad es que con esa cara de malo… ¡ya me gusta un poco más!
high and dry
Ratoncito versioneando a Radiohead con un mi menor, un sol y un re: menuda sencillez
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ideas para este verano
Vía La cosa húmeda
be alright
Otra nueva canción hecha esta tarde de domingo (con el lógico descanso para tomar unas cañitas con los amigos). Rockerilla y poco original: al principio espesa y con «batiburrillo» de guitarras no muy bien ecualizadas. Al final mejora la cosa y dentro de poco ya me llamarán para el Monsters of Rock 🙂
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cine, muelas y bailarines tamiles
Voy a hacer de esta anotación un pequeño cajón de sastre. Así que saltaré de un tema a otro y puede que entre sí tengan poco que ver…
Little Miss Sunshine
Así, en negrita y que se lea bien, porque esta película me ha dejado un recuerdo parecido al de un olor querido o añorado. Cinco personajes opuestos, cada uno con su propio sueño o desengaño: un abuelo yonqui, un matrimonio que no pasa sus mejores momentos, un tío experto en Proust recién salido de un intento de suicidio, un adolescente que no habla para probar su fuerza de voluntad y una niña que se prepara para un concurso de belleza. Un fin de semana y un viaje en furgoneta para que la pequeña pueda ganar el concurso. A partir de ahí la vida con sus alegrías y penas. Y al final una enseñanza que huye de este mundo que se nos quiere imponer de ganadores y perdedores. No quiero decir más: por favor, tenéis que verla.
Donnie Darko
Esta semana me han quitado una muela del juicio. El primer día casi no pude dormir por las molestias, así que a eso de las tres de la mañana me levanté y puse una película. Y el inicio de Donnie Darko tiene la consistencia de un sueño placentero. La música inicial de Michael Andrews parece una tela de araña que te va envolviendo poco a poco. Quizás esa sensación tuviera su origen en las medicinas que me recetó el dentista para el dolor, o quizás en la hora intempestiva. Pero lo cierto es que se trata de una banda sonora fantástica.
Donnie :¿por qué usas ese estúpido traje de conejo?
Frank: ¿y tu por qué usas ese estúpido traje de hombre?
La melodía que cierra la película es digna de escuchar. Se trata de la canción Mad World de los Tears for Fears en versión de Gary Jules. Puedes escucharla aquí
tres días
Casi al final de El violinista sobre el tejado un edicto del zar notifica a los habitantes judíos del pueblo que tienen tres días para abandonar las tierras en donde viven. Mientras Tevye y su familia empaquetan todos sus enseres yo me encuentro cómodamente recostado en el sofá. Así que para meterme un poco en la piel de los personajes pongo mi cabecita a pensar qué llevaría conmigo si sólo tuviera tres días por delante. En fin, comencemos:
Libros. Sí, tienes bastantes pero no te los puedes llevar. Así que intenta reducirlo a dos o tres títulos. Y ahora viene la duda: ¿cúales?, ¿libros que alimentan el alma, libros que alimentan recuerdos o una mezcla? Venga, como buen gallego escojo los terceros.
Música. Los CD’s se quedan. Los vinilos no los tienes en esta casa. Así que intenta meter en el mp3 todo lo que puedas. Las canciones de tu vida. Probablemente cuando se acabe la batería no puedas volver a escucharlas.
Ordenadores. Vamos, les pueden ir dando a todos y cada uno de ellos. Aquí se quedan. Y eso que lo lamento mucho por las fotos. Venga, haz uno o dos DVD’s con las mejores. Y si sobra tiempo me acercaré a un descampado y enterraré el disco duro externo. Por si vuelvo algún día.
Ropa. Bah…ahora empieza el veranito así que me llevo unos vaqueros y unas cuantas camisetas. Ahhh, y un jersey por si hace frío de noche.
Mis guitarras. Ufff…esto sí que duele. Pero no voy a ir cargando con todas. Así que la eléctrica se pierde el viaje porque pesa mucho y yo soy poca cosa. Aún quedan dos opciones: la acústica o la española. La primera es un poco pérfida y se «chulea» mucho por nueva y haber viajado. La española, sin dudas. Además, la tengo desde hace más de 16 años, así que a sonar conmigo por los caminos. Y en la funda meto también una armónica y una flauta por si acaso.
Fotos, cartas, felicitaciones, regalos, recuerdos. Claro que sí. Sin ellos no eres nada. Una caja de latón de galletas. De esas que hacen ahora imitando a las antiguas. Bien llena, que no se te olvide nada.
Unas gafas porque las lentillas se acabarán gastando. Un boli. Una libreta vacía. Una navaja multiusos. Alguna chuchería que pueda intercambiar en el futuro (pacotilla: así llamaban a la parte que un marinero podía llevar consigo en el barco para intercambiar con las gentes de las islas).
Y nada más. Me sobran dos días. Seguro que duraría poco en la carretera porque soy poco previsor (¿dónde está la comida, dónde el dinero?). Pero me alegra saber que podría dejarlo prácticamente todo. Eso sí…no me quites la caja de galletas: ella se viene conmigo al fin del mundo.
planeta imaginario
Venga, un regalo para los que todavía se acuerden del inicio de este programa infantil. La música es una versión de Isao Tomita del Arabesque nº 1 de Debussy. Una maravilla para pequeños soñadores…
otra de las mías
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surrender
Ahora que un anuncio de Coca-cola juega con la nostalgia y recuerda aquellas grabaciones de videoclips que hacíamos en cintas VHS, voy a colgar el inicio del primer concierto que compré en mi adolescencia. He podido ver estos cuatro minutos cientos de veces y todavía me siguen gustando como entonces. En aquellos tiempos Bono no andaba tan preocupado por conseguir el premio nobel de la paz como ahora…
de la contraportada de un libro
Para Swinburne era «una obra maestra suprema». Henry James recordaba que de niño se escondía debajo de una mesa para oír a su madre leer las entregas en voz alta. Dostoievski la leyó en su prisión en Siberia. Tolstoi la consideraba el mayor hallazgo de Dickens, y el capítulo de la tempestad, el patrón por el que debería juzgarse toda obra de ficción. Fue la novela favorita de Sigmund Freud. Kafka la imitó en Amerika y Joyce la parodió en Ulises. Para Cesare Pavese, «en estas páginas inolvidables cada uno de nosotros (no se me ocurre elogio mayor) vuelve a encontrar su propia existencia secreta»
Con esta presentación… ¿quién no querría leer David Copperfield?
la uva y el vino
Un hombre de las viñas habló en agonía, al oído de Marcela. Antes de morir le reveló su secreto:
–La uva – le susurró – está hecha de vino.
Marcela Pérez Silva me lo contó, y yo pensé: Si la uva está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos.
El libro de los abrazos – Eduardo Galeano
Creo que descuido demasiado mis palabras…
pavane pour une infante defunte
A Ravel le ponía de bastante mal humor el éxito de su pavana, obra que había compuesto de forma apresurada. Sin embargo la melodía causaba furor entre los pianistas aficionados. Así que voy a hacer que el maestro se enfade un poco más con una versión guitarrera-ratonil muy libre…
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september song
Hay una escena en Días de Radio de Woody Allen en la que los niños se van a la playa a hablar de sus cosas, tirar piedras al agua y observar el océano. De fondo suena esta canción llamada September Song. Y aquí dejo una versión…
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la cola de los caramelos
Mi clase se redujo a la mitad. La señorita me sentó en otro pupitre, junto a un chico que se llamaba Orion. Nos caímos bien desde el primer momento, y empezamos a hacer juntos el camino de vuelta a casa. Un día me dijo que en la calle Zawalna iban a vender caramelos y que, si quería, podríamos ponernos en la cola. El haberme dicho lo de los caramelos era un gesto muy hermoso, pues hacía ya tiempo que ni soñábamos con golosinas. Mamá me dio permiso, y Orion y yo fuimos a la Zawalna. Había oscurecido y nevaba. Ante la tienda ya se había formado una nutrida cola de niños que se extendía a lo largo de varias casas. La tienda tenía echados los cierres de madera. Los niños que se encontraban al principio de la cola nos dijeron que no abriría hasta el día siguiente y que deberíamos de esperar toda la noche. Desanimados, regresamos a nuestro sitio, es decir, al final de la cola. Sin embargo, no paraban de llegar más y más niños; la cola se alargaba hasta el infinito.
El frío, crudo, gélido, penetrante, se volvió mucho más intenso que el que había hecho durante el día. A medida que pasaban los minutos, y luego las horas, se nos hacía cada vez más difícil aguantar a la intemperie. Desde hacía algún tiempo, en los pies y en las manos tenía unos sabañones inyectados de agua que me dolían mucho. Al caer la noche, el frío helador aumentaba aquel dolor, que se estaba volviendo insoportable. Gemía a cada movimiento.
Mientras, la cola se rompía cada dos por tres en diferentes puntos, desparramándose por la calle helada y cubierta de nieve. Para calentarse, los niños jugaban a las cuatro esquinas. Forcejeaban, retozaban y se revolcaban por el blanco pulmón. Después regresaban a la cola y otro grupo se lanzaba a la carrera entre gritos. En la mitad de la noche alguien hizo fuego. Estalló una preciosa llamarada. Uno tras otro, corríamos hasta aquel fuego para calentarnos las manos, aunque sólo fuera por unos instantes. En las caras de los niños que había logrado llegar hasta el fuego se reflejaba su brillo dorado. A la luz de aquel brillo sus rostros se fundían, se llenaban de calor. Luego, calientes, regresaban a sus sitios y nos entregaban a nosotros, los que seguíamos en la cola, unos rayos de su ardor.
Al alba, la cola estaba rendida de sueño. De nada habían servido las advertencias de que dormir a la intemperie helada significaba la muerte. Ya nadie tenía fuerzas para buscar ramas que echar al fuego ni para jugar al corro o a las cuatro esquinas. El frío, cruel, atroz, monstruoso, nos calaba hasta los huesos. No sentíamos ni piernas ni brazos. Para salvarnos, para sobrevivir a la noche, nos aferrábamos unos a otros con todas nuestras fuerzas. La cola se había convertido en una cadena frenéticamente soldada de la que se evaporaban los restos de calor. La nieve caía copiosa, cubriéndonos cada vez más con su suave y blanco manto.
Aún no había amanecido cuando llegaron dos mujeres envueltas en gruesos mantos y se pusieron a abrir la tienda. Un soplo de vida recorrió la cola. Soñábamos con montañas de caramelos, con maravillosos palacios de chocolate. Soñábamos con princesas de mazapán y con pajes de pasta de miel. En nuestra imaginación todo ardía, centelleaba e irradiaba luz. La puerta de la tienda se abrió por fin y la cola se puso en movimiento. Nos lanzamos todos hacia adelante apretujándonos unos contra otros para calentarnos y para poder comprar algo. Pero en la tienda no había ni caramelos ni palacios de chocolate. Las mujeres vendían latas de caramelos vacías. Una por cabeza. Eran unas latas grandes y redondas que tenían pintados en las paredes unos bravucones gallos de colores y la inscripción en polaco: E. Wedel.
Al principio nos sentimos defraudados y llenos de angustia. Orion se echó a llorar. Pero cuando nos pusimos a examinar de cerca nuestro botín, una gran alegría empezó a apoderarse de nosotros, pues vimos que en las paredes de las latas se habían conservado dulces restos, unas minúsculas migajas de colorines, una escarcha espesa que olía a fruta. Al fin y al cabo, nuestras madres podrían hervir agua en aquellas latas y así obsequiarnos luego con ¡una bebida dulce y aromática! Más animados ahora, contentos incluso, en lugar de ir directamente a casa, nos dirigimos al parque, donde en verano se había instalado un circo. Si bien el circo se había marchado tiempo atrás, como había tenido que recoger los bártulos deprisa y corriendo, habían dejado un tiovivo. Habían robado el motor del artefacto y casi todas las sillas. Pero quedaba una, y si se reunían varios chicos que tuviesen un palo, podrían hacerlo girar como una peonza.
El parque está desierto y sumido en el silencio. Vamos corriendo hacia el tiovivo y empezamos a moverlo. Ya se ha puesto en marcha, ya chirría. He saltada a la silla y me he abrochado la cadena Orion da las órdenes; con voz de mando exhorta a los chicos, que como galeotes empujan el palo con cuantas fuerzas pueden reunir, a que se afanen: rápido, más rápido, más, más, más. Febril, Orion grita a voz en cuello, los chicos también han enloquecido, el tiovivo gira que te girarás, ráfagas de viento helado y cortante me azotan la cara, un viento vertiginoso, cada vez más fuerte, en cuyas alas me elevo como un piloto, como un pájaro, como una nube.
Imperio – Ryszard Kapuściński
pintada
te echo de menos, cabrón
Hay pintadas más sabias que libros enteros. Me acabo de encontrar con esta frase al lado de la plaza de Azcárraga y creo que no se puede decir más en cinco palabras…
as praias desertas
Hace poquito estuve en un concierto de Toquinho e hizo una gran versión de Manha de Carnaval. En el enlace de abajo os dejo una de Elizeth Cardoso hermosísima: sólo guitarra y voz.
Y para finalizar, un regalo que nos hacen Morelembaum 2 Sakamoto…
Y no lo puedo evitar…¡otro más!
10 de mayo
electrolove
Una nueva canción con una base un tanto ochentera…
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cena de domingo
Esta noche no tengo ganas de cocinar. Teniendo en cuenta que cocino bastante mal, cualquier cosa que me tome fuera de casa estará mucho mejor que el experimento que pueda salir de los restos que quedan en la nevera. Así que bajo las escaleras y me dirijo a un sitio que conozco desde hace poco. Por el camino cruzo un jardín en el que todavía quedan unos viejecillos sentados en grupo y en silencio.
No tardo ni cinco minutos en llegar a mi destino y entro en un local que está medio vacío: una pareja comiendo y un hombre solitario con un té verde en la mano. Me siento junto a la barra con la idea de pedir comida para llevar, pero en cuanto el camarero me hace la pregunta, respondo que es para tomar aquí.
Así que me pone una cerveza y comienza el periodo de espera mientras se hace la comida. Primero echo un vistazo al local y a los camareros. Se respira un ambiente tranquilo, relajado. Mientras uno cocina otro pasa las hojas de una revista sentado en un taburete. Después me pongo a juguetear con una carta haciendo que la leo. Poco a poco me voy dando cuenta que suena una música agradable, una especie de mezcla oriental. El equipo de sonido es igual al que tenia mi abuelo en su casa. Recuerdo todas las tardes de domingo que pasaba allí con la familia, muchas veces con los cascos puestos y repasando sus discos. Como aquel CD de Supertramp que compró en el Corte Inglés para demostrar que era un abuelo moderno. Cuando se cansó de él le puso un mecanismo por detrás y lo convirtió en un reloj. Me saca de la ensoñación el camarero con mi comida: un lahmacun turco. Porque estoy hablando de un kebab turco. Así que me pongo a comer.
No sé qué pasa pero parece que el aire vibra y percibo todo lo que sucede a mi alrededor como multiplicado por mil lentes. Ahora hay una muchacha que ha pedido su comida para llevar y al fondo el cocinero habla con un extranjero de las mejores partes de Marruecos. El sur es lo mejor, sí pasé allí un mes. Y Granada, ¿qué te parece Granada?. La chica parece incómoda con la espera pero poco a poco se relaja y también comienza a notar el ambiente mágico del local. Está tomando un corto cuando le traen una bolsa con su comida: duda. Me da la impresión que a ella también le habría gustado quedarse un poco más. Comienza a sonar «Killing me softly» y escucho a la pareja de mi izquierda cantar en voz baja. De repente el dueño del local, un hombre enorme muy educado, me pregunta si me gusta el plato. Le respondo que me encanta. Y sigo comiendo.
Vamos, un imprevisto: se ha atascado el desagüe del tirador de cerveza. El dueño le explica a un camarero joven cómo arreglarlo. Se lo explica amablemente y sin prisas, casi diría que paternalmente. Atiendo yo también. En un rato lo han arreglado.
Me doy cuenta que he terminado mi comida así que pido un té verde para finalizar. Lo saboreo lentamente y suena el teléfono. Es un pedido. Claro que sí, en un rato lo tienes ahí. Chao chico. Acabo el té y pido la cuenta. Pago, me despido con una sonrisa que me devuelven y salgo a la calle.
Vuelvo dando un paseo hacia casa. Está anocheciendo y los viejecillos ya se han ido del parque. Camino entre los árboles y pienso que en este justo instante no necesito nada más de la vida. Lo tengo todo: soy inmensamente rico.
Ya mañana será otro día…
just you, just me
Un clásico americano versionado por un grande del cine: Edward Norton en «Everyone says I love you». Atención a las imágenes de la ciudad…