cena de domingo

Esta noche no tengo ganas de cocinar. Teniendo en cuenta que cocino bastante mal, cualquier cosa que me tome fuera de casa estará mucho mejor que el experimento que pueda salir de los restos que quedan en la nevera. Así que bajo las escaleras y me dirijo a un sitio que conozco desde hace poco. Por el camino cruzo un jardín en el que todavía quedan unos viejecillos sentados en grupo y en silencio.

No tardo ni cinco minutos en llegar a mi destino y entro en un local que está medio vacío: una pareja comiendo y un hombre solitario con un té verde en la mano. Me siento junto a la barra con la idea de pedir comida para llevar, pero en cuanto el camarero me hace la pregunta, respondo que es para tomar aquí.

Así que me pone una cerveza y comienza el periodo de espera mientras se hace la comida. Primero echo un vistazo al local y a los camareros. Se respira un ambiente tranquilo, relajado. Mientras uno cocina otro pasa las hojas de una revista sentado en un taburete. Después me pongo a juguetear con una carta haciendo que la leo. Poco a poco me voy dando cuenta que suena una música agradable, una especie de mezcla oriental. El equipo de sonido es igual al que tenia mi abuelo en su casa. Recuerdo todas las tardes de domingo que pasaba allí con la familia, muchas veces con los cascos puestos y repasando sus discos. Como aquel CD de Supertramp que compró en el Corte Inglés para demostrar que era un abuelo moderno. Cuando se cansó de él le puso un mecanismo por detrás y lo convirtió en un reloj. Me saca de la ensoñación el camarero con mi comida: un lahmacun turco. Porque estoy hablando de un kebab turco. Así que me pongo a comer.

No sé qué pasa pero parece que el aire vibra y percibo todo lo que sucede a mi alrededor como multiplicado por mil lentes. Ahora hay una muchacha que ha pedido su comida para llevar y al fondo el cocinero habla con un extranjero de las mejores partes de Marruecos. El sur es lo mejor, sí pasé allí un mes. Y Granada, ¿qué te parece Granada?. La chica parece incómoda con la espera pero poco a poco se relaja y también comienza a notar el ambiente mágico del local. Está tomando un corto cuando le traen una bolsa con su comida: duda. Me da la impresión que a ella también le habría gustado quedarse un poco más. Comienza a sonar «Killing me softly» y escucho a la pareja de mi izquierda cantar en voz baja. De repente el dueño del local, un hombre enorme muy educado, me pregunta si me gusta el plato. Le respondo que me encanta. Y sigo comiendo.

Vamos, un imprevisto: se ha atascado el desagüe del tirador de cerveza. El dueño le explica a un camarero joven cómo arreglarlo. Se lo explica amablemente y sin prisas, casi diría que paternalmente. Atiendo yo también. En un rato lo han arreglado.

Me doy cuenta que he terminado mi comida así que pido un té verde para finalizar. Lo saboreo lentamente y suena el teléfono. Es un pedido. Claro que sí, en un rato lo tienes ahí. Chao chico. Acabo el té y pido la cuenta. Pago, me despido con una sonrisa que me devuelven y salgo a la calle.

Vuelvo dando un paseo hacia casa. Está anocheciendo y los viejecillos ya se han ido del parque. Camino entre los árboles y pienso que en este justo instante no necesito nada más de la vida. Lo tengo todo: soy inmensamente rico.

Ya mañana será otro día…