velada musical

Viaje de trabajo a Amsterdam. Una empresa nos invita a una fiesta privada. Un local de lujo. Camareros y camareras jóvenes con antifaces. Y una banda de jazz en directo. Poca gente hace caso a los músicos. Y yo hago poco caso a la gente. Van cayendo temas: My funny valentine, When you’re smiling, I’ve got you under my skin, Summertime, I get a kick out of you, I’m just a gigolo.

Al principio nadie aplaude. Así que tímidamente aplaudo al final de la segunda canción y algunos me acompañan. El bajista me hace un gesto de agradecimiento moviendo ligeramente la cabeza. A las cuatro o cinco canciones ya hay gente bailando. Inevitablemente recuerdo muchas cosas, como siempre que suenan estos temas.

Pero unas notas conocidas y extrañas a este ambiente me sacan lentamente del ensimismamiento. Están tocando una versión jazzie de Jump. No me puedo creer que una canción tan rockera como el Jump de Van Halen suene tan bien así. Y de ahí pasan a un swing trepidante. Todavía me sorprenden unas cuantas veces más (Wonderball, King of the road) y al final nos premian con unos bises.

Al terminar la fiesta cogemos un taxi para regresar al hotel. Voy mirando por la ventanilla los canales y me fijo en algún que otro ciclista nocturno. Pienso en la velada. Pienso en esos directores generales. En todos esos comerciales agresivos. Pienso en su poder. Sigo pensando y me pregunto a quién admiro más. Y lo tengo muy claro: a un muchacho alto y elegante vestido con traje de raya diplomática, zapatos negros brillantes y con una sonrisa de felicidad en la cara que roza la afrenta.

¿No se estaría riendo de todos nosotros aquel pianista?