vivamos como riquiños

Me despierto y pongo la radio. Da igual la frecuencia porque todas tienen un dueño al que rendir cuentas. Algunas utilizan formas groseras y otras ademanes correctos pero con un fondo ladino y viscoso. Al final tengo que apagar el receptor y vestirme rápido para lanzarme a la rutina.

Primero un café que revive a un muerto en una de las pocas cafeterías antiguas que no parece sacada de un moderno y frío catálogo . Es decir, con su póster del Deportivo, carteles de publicidad regalados por las marcas, mesas y sillas que parecen prestadas de un colegio de primaria. Quizás la forma se sacrifique pero gana la sustancia. La camarera me llama siempre «nené» y lleva prendido en el delantal una pequeña insignia que representa una torre de Hércules. Muchas veces me imagino cómo se coloca esa insignia: me gustan esos gestos cotidianos, sencillos, dignos. Pienso que a lo mejor yo también debería de adoptar alguno en mi vida, como dar cuerda a un reloj o regar una planta. No profundizo demasiado en el asunto.

Tras los buenos días me sirven un café fuerte (el mejor de la ciudad) y tres churros. Si tengo la suerte de coger un periódico le echo un vistazo rápido. Si tengo la mala suerte de coger uno gratuito tampoco le hago ascos. Cinco minutos como mucho y al «laburo», ese sitio donde pasas horas y horas y horas y horas apurado, concentrado, haciendo equilibrismos, escribiendo, respondiendo, organizando, desorganizando, planificando, desplanificando, vamos: trabajando… hoy salgo a las siete y veinte, recuerda que tienes que salir a las siete y veinte para llegar a fisioterapia a las siete y media.

Llego con cara seria y un poco agobiada pero a la hora indicada. Una vez allí comienzo a hacer mis ejercicios para recuperar el codo. Entra una anciana muy elegante en una silla de ruedas que empuja un chico joven. Ya la he visto más veces. Muy delgadita, con unas piernas que parecen palillos. Lleva siempre la cabeza apoyada en la mano derecha, con un deje un poco soñador. El chico se pone a hablar cariñosamente con ella. Poco a poco consigue que le responda. Al rato y con la ayuda de su hija la ponen de pie y se ponen todos a andar con pasitos muy cortos. Tardan a lo mejor cinco minutos en dar una vuelta completa a la sala. Cuando pasan justo a mi lado el fisio le pregunta a la anciana qué tal su novio, que si lo ha visto este fin de semana. Ella se ríe, en bajito y con voz de niña. Es una risa que lo llena todo y que sana, es una risa a prueba de tertulianos, de crisis, de triunfadores, de prisas, de dolor, de enfados…

Salgo de allí curado y con una sonrisa. Si es que no es tan difícil, leches: buen café y «riquiñez».